He aprendido que cuando alguien me provoca ira controla mi vida.
Creo que es una de las emociones más difíciles de gestionar, ya que no deja de ser la respuesta a un hecho o acción que no es de nuestro agrado o que de algún modo nos perjudica o daña.
Tal vez la emoción que mejor sepamos reconocer y quizá la que peor gestionemos. Sólo hace falta leer un periódico, mirar las noticias en la televisión, escuchar la radio o pararte y mirar a tu alrededor: el cliente que se enfada porque el camarero tarda en atenderle, los conductores en una glorieta, la señora que va tarde a las compras y lo paga con la cajera, tu compañera de trabajo si brillas más de la cuenta o tú mismo cuando algo no sale como habías planeado.
Personalmente confieso que la ira a veces me vence la batalla. No os asustéis, ¡no soy violenta!, más bien demasiado contenida -como me decía un compañero de trabajo- . Mi ira es a nivel centrifugadora mental. Cuando alguien hace o dice algo que me daña, molesta u ofende le doy cien mil vueltas a la cabeza cuando me voy a la cama. Me monto mis propios discursos, que son en realidad soliloquios.
Al principio me engañaba diciéndome que dichos soliloquios eran la forma en la que desmenuzaba ese supuesto ataque a mi honor. Se supone que al analizarlo lo convertía en la mínima expresión y así era capaz de llegar a la conclusión de que… ¡De que nada porque jamás llegué a conclusión alguna más que perder horas de sueño!
A veces me flagelaba a mí misma pensando, tenía que haber respondido esto o lo otro o hecho tal cosa, pero mi naturaleza poco belicosa y el exceso de contención que antes mencioné dictaban, dictan y dictarán otro comportamiento por mi parte.
Y aquí radica el problema del centrifugado mental y la dificultad de gestionar la ira.
Vivimos en sociedad, eso lo sabemos todos no hace falta que venga yo a descubrirlo. Como sociedad merecemos respeto y debemos respeto. Cada uno de nosotros tiene su personalidad, genotipo, fenotipo, vivencias, creencias y experiencias que son las culpables de que tú me des una opinión sumamente respetuosa sobre un tema y yo lo perciba como un ataque. De ahí la frase que dice: soy responsable de lo que digo, no de lo que tú entiendes. Es decir, no podemos ofender de modo gratuito a nadie, pero ojo ¡tampoco podemos sentirnos ofendidos a la mínima!
¿Entonces que hacemos si el uno «escupe» lo que le viene en gana y la otra se ofende con facilidad?
¡Qué buena pregunta! La respuesta es clara y os va a sorprender mucho: ¡NO TENGO NI LA MENOR IDEA!
¿Y me lo sueltas así Susana, en negrita y mayúsculas? Pues sí, así te lo digo. Yo no te puedo decir qué hacer, si lo supiera tendría en mi mano la llave de la paz mundial, y vive Dios que la daría con gusto y de manera gratuita; pero desgraciadamente no es así.
No hay fórmulas mágicas, solo cordura.
Mi programa de lavado mental preferido tiene su origen precisamente en toda esta explicación anterior. Si yo respondo con violencia a lo que percibo como una agresión ¿voy a solucionar algo o lo voy a empeorar? Prefiero actuar con los mecanismos de los que la sociedad nos dota -por ejemplo un juzgado si fuera el caso- pero siempre desde la calma y el sosiego.
Vale, vale Susana, no nos vendas la moto que al principio has reconocido que te gestionas mal y te quita el sueño. Muy cierto, pero también he comenzado este artículo diciendo que he aprendido que cuando alguien me provoca ira controla mi vida.
Me di cuenta que no podía darle tantas vueltas al motivo de mi enfado, que al final lo único que conseguía era que ese hecho ocupase el centro de mi atención. Estaba dándole a la persona culpable de mi enfado la llave de mi vida y lo que es aún peor le traspasaba mi responsabilidad, ya que al final la culpable de mi enfado en última instancia soy yo.
Vamos a analizar esto último pero primero limitemos los hechos. No hablo de cuestiones graves que dañen nuestra integridad física, psicológica o moral. Ni de actos crueles y egoístas. Me refiero a esas pequeñas nimiedades de la vida cotidiana que pueden llegar a enquistarse y convertirse en un serio problema: una frase mal entendida, un gesto hosco, un acto inapropiado pero que sabes ha sido realizado sin maldad ni deseo de dañar y tantos y tantos hechos y actos a lo largo del día que se transforman en guerras sin cuartel.
Decía que los culpables últimos de nuestro enfado somos nosotros. Podemos elegir si enfadarnos o no. Quizá no sea fácil pero piensa ¿por qué lo que te dice Juan te hace gracia pero si sale de boca de Pedro te enfada? ¿Lo percibes de distinta forma? ¿Cuál es el motivo que provoca esa diferencia?
Es para meditar ¿verdad? Hay personas que directamente nos sacan de nuestras casillas digan lo que digan y no les concedemos ni la más mínima oportunidad. Nosotros somos injustos y encima el objeto de nuestra injusticia domina nuestra vida. Es la merluza del pincho que se muerde la cola.
No, no es nada fácil gestionar adecuadamente la ira pero es imperativo hacerlo. Vivimos en un mundo convulsionado, donde al amparo del anonimato se sueltan mensajes cargados de odio en las redes sociales o se responde a la violencia con más violencia. Ese no es el camino.
Decía Gandhi: “La no violencia no es el arma de los débiles, es el arma de los corazones fuertes, de los que son capaces de luchar por aquello en lo que creen. Y esa lucha no tiene porqué ir seguida de violencia. La no violencia es lucha espiritual. Significa aguantar, responder al odio con el amor, como dijo Buda”.
Como siempre, gracias por estar al otro lado. Yo, sin vosotros, no podría existir ❤
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